Aprovechando el retraso al mes de noviembre, de la celebración del VI
TORNEO BONET DE SES PIPES 2017, de fumada lenta. Ampliamos, la fecha límite de
recepción de originales, hasta el día 30
de octubre.
Esperamos, que
muchos aprovechéis para presentar vuestros trabajos.
Suerte
Pipa Club de España
Primer Concurso de
Relato Corto
José Fernández-Ventura
El Pipa Club de España, a través
de su Junta Rectora, convoca el Primer Concurso de Relato Corto José
Fernández-Ventura, que se regirá por las
siguientes bases:
www.escritores.org
BASES
1. Pueden concurrir a este certamen todos los socios del Pipa Club y fumadores de pipa que lo deseen. Los autores deberán ser mayores de 18 años.
2. Los trabajos, se presentarán en lengua
castellana o catalana, y han de ser originales e inéditos. El tema deberá
versar necesariamente, o estar relacionado, con las pipas, el tabaco de pipa, o
el fumar en pipa.
3. La extensión de los originales
será de un máximo de 5 hojas y un mínimo de 2, a una cara en tamaño DIN A-4, en
letra Arial, tamaño 12 e interlineado de 1,5 líneas. Todas las páginas deberán
estar numeradas, a excepción de la portada, aparte.
Las obras se presentarán por duplicado, con
portada y texto grapados en la esquina superior izquierda. Solamente se puede
presentar un trabajo por autor y año.
4. Los trabajos se presentarán
sin firma, en un sobre cerrado, dentro
del cual irá otro sobre con seudónimo y título de la obra, que contendrá,
escrito con claridad, el nombre y apellidos del autor, así como su dirección
completa, número de teléfono, e-mail si procede, y fotocopia del Documento Nacional de
Identidad o Pasaporte. Tanto en la portada de los trabajos como en el exterior
de los sobres figurará de forma destacada: ‘Concurso de Relato Corto José
Fernández- Ventura’ y el ‘título del relato’.
5. Los trabajos, en condiciones
anteriormente establecidas, podrán enviarse por correo postal (sin indicar
remite de envío) a:
Miguel Morey Aguirre
Aduana Palma de Mallorca
c/Moll Vell, s/n
07012
Palma de Mallorca
BALEARES
-ESPAÑA-
La fecha límite de recepción de
originales será el 28 de Julio de cada año.
6. El jurado, cuya
composición estará integrada siempre por socios del Pipa Club de España, se dará a conocer al emitirse el fallo; tendrá
además de las facultades normales de otorgar o declarar desierto el premio, y
emitir el fallo, y las de interpretar
las presentes bases. La decisión del jurado será inapelable.
7. El fallo del jurado se dará a conocer en el torneo de fumada lenta anual ´Bonet de Ses Pipes’ y se publicará, junto con el relato ganador en el blog del Pipa Club de España.
8. El Pipa Club de España, se reserva la facultad de adoptar las medidas que estime oportunas, para garantizar la autenticidad de los trabajos presentados.
9. Los premio al relato ganador, serán; Primer premio: una pipa donada por Pipa Club de España, con el siguiente rótulo grabado: ‘P.C.E.- J.F.V. y el año del concurso’ y seis latas de tabaco de pipa; segundo premio: cinco latas de tabaco de pipa; tercer premio: cuatro latas de tabaco de pipa; además se expenderán diplomas acreditativos de la obtención del 1er, 2º y 3er Premio.
10. Los premios se entregarán, en la cena del torneo de fumada lenta anual, ´Bonet de Ses Pipes’
11. Los trabajos no premiados podrán ser retirados por sus autores o personas autorizadas disponiendo de 20 días a partir de la fecha de entrega de los premios. Los originales no retirados serán destruidos transcurrido dicho plazo.
12. Todos los trabajos que no se ajusten a estas bases quedarán en depósito y no participarán en la convocatoria, quedando también sujetos al apartado anterior.
13. El Pipa Club de España, dispondrá de las obras premiadas para su publicación en la forma y manera que crea oportuno.
14. La presentación de obras a
este concurso supone por parte de los autores la aceptación de las presentes
bases.
Pipa
Club de España
FOTOS EVENTO
Primer Premio Ganador
Concurso de Relato Corto
Concurso de Relato Corto
José Fernández-Ventura
LA CACHIMBA DEL CHATO
Por
ÁLEX BARJACOBA
El hombre del sombrero negro aflojó una generosa limosna contemplando con disgusto piadoso al mendigo que elevaba su mirada desde el suelo, en donde yacía despatarrado.
—Gratitud, mi señor.—dijo el pordiosero—Ahora permitid que a cambio relate para vuestro solaz la crónica de mi desdicha, pues estas dádivas bien lo merecen.—Y de este modo dio comienzo a su increíble historia.
Mi nombre es Juan Delgado, y sin duda no fue por casualidad que tropezase con Pancho Gálvez en aquella inmunda taberna de puerto, en Isla Beato, el confín del infierno. Contaba yo diecinueve otoños hace no mucho tiempo, dedicado a cualquier menester que me otorgara el peculio mínimo para rentar una hamaca pulgosa, llenar el mondongo y remojar el gañote con vino rancio. Tales eran mis aspiraciones, aparte de trajinarme a Fuensanta, una putilla mestiza que vagaba de continuo por el malecón cimbreando el trasero como una gata coja. Siempre buscando mi compañía, siempre susurrándome al oído: “mi dulce Juan”, pues según ella era yo su asiduo predilecto.
Todavía no se habían consumido dos semanas desde que desembarqué de uno de los muchos pesqueros cochambrosos fondeados en el muelle, cuando me encontraba ganduleando en el mesón de la hostería donde me alojaba, entre trasiego de vinacho y cachete a los muslos de Fuensanta, que ronroneaba como solía en mi regazo. En cierto momento, advertí irritado como un carcamal de aspecto fúnebre nos observaba insistentemente desde su mesa a través de un par de gruesas lentes, que aumentaban el tamaño de sus ojos hasta lo grotesco.
—¿Se puede saber que estáis fisgando, vejestorio?—vociferé como un cabrero.
El sujeto apartó a un lado la escudilla de huevos con jamón que estaba engullendo, y tras componer una mueca de dientes amazacotados, se apeó del banquillo apuntalado sobre un par de muletas, arrimándose oscilante a mi babor. Como danzando.
—Os traigo un ofrecimiento, Juan Delgado. Un obsequio, más bien.—declaró con un tono que de tan áspero, hizo que se me atiesaran las crines.
—¿Quién os ha dado mi nombre?... ¡esfumaos!... ¡bogad por otros rumbos, en donde no me encuentre yo faenando!— le anuncié valentón, aunque achantado en mis adentros.
—En verdad os digo que no es intención mía acometer agravio en vuestra sustancia. Opuestamente, pues lo que hasta aquí me ha llevado os supondrá un gran beneficio, si es que tenéis a bien prestar oídos y despojaros de aprensiones vanas.—parloteó el viejo, sentándose con dificultad.
Lo cierto es que, beodo como me hallaba, no atiné a asimilar ni por carambola la enrevesada monserga de aquel desgraciado. Empero, dos únicas palabras quedaron atoradas en el holgado tamiz de mi mollera: gran beneficio. Así que despedí a Fuensanta con un afectuoso azote en sus abombadas nalgas.
—Me pregunto qué interés podríais tener vos en favorecer mi provecho.—inquirí. Y como respuesta, hizo comparecer desde la ausencia un raído costal que abrazó como a un rorro de teta, dando arranque al siguiente episodio de su monserga.
—Lo que atesoro en este humilde morral es algo extraordinario, permitid que os lo muestre—Con teatral aspaviento, exhibió lo que parecía una boñiga negruzca ensartada por un junco igualmente roñoso, que miré con repugnancia.
—¿Una vieja cachimba?— pregunté decepcionado.
—Que no os lleve a engaño su tosca apariencia. No es cualquiera cachimba. Su último propietario fue Sebastián Falcó, un temible pirata oriundo de la ínsula de Moallucra, cuna de rufianes. Falcó sembró el terror en tantas playas que no queda villorrio costero donde aun los más jabatos no acaben gimoteando cual niñitas con sólo escuchar su mote: el Chato. Pero muy pollo sois vos para recordarlo.
»Sucedió que Falcó andaba encelado por una joven y bella princesa de los territorios Tut-Kahani, donde moran los indígenas Coropikas. Ella obviamente le rechazó, por lo que decidió arrastrarla por la fuerza hasta su nao con rijosas intenciones. Empero estando ya en cubierta y antes de que pudiera posar una de sus manazas sobre la áurea tez de la muchacha, esta intentó rebanarle el pescuezo con un afiladísimo estilete de topacio que portaba disimulado en la cabellera.—explicó Gálvez haciendo una pausa para pasar una mano temblorosa por su rala pelambre.
—El bucanero—continuó—esquivó la mortal embestida de la muchacha recibiendo en cambio un chirlo que le segó los hocicos de cuajo. Más ocasión no tuvo de evitar que la india se hincara la daga en la propia sien, atravesándose la calavera de flanco a flanco deviniendo en el acto tiesa cual mojama, y él, por sorpresa, desnarigado.
Al escuchar estas palabras me estremecí de repeluzno, al tiempo que advertí con extrañeza que la taberna había convenido por completo libre de concurrencia.
—Apenas me alcanza el talento para advertir relación alguna entre tan truculento suceso y mi persona.—suspiré confuso.
—El reconcomio de la mocedad hace que vuestros pies vayan por delante de vuestras alpargatas.—graznó el viejo— Aguardad pues, a que remate mi discurso…
—El bellaco Falcó -ahora conocido como el Chato- al asolar el poblado y raptar a la princesa, confiscó igualmente a varios indígenas para que le prestaran obligado vasallaje, además de un cuantioso botín en forma de gemas y otros perifollos. Entre dicho saqueo se encontraba la pipa que sostengo junto a esta taleguilla rebosante de cierta hierba maloliente, a la que los nativos denominan Po-oht’ha.
»El caso es que uno de los salvajes sometidos, ciego por más señas, informó al bandido sobre cierta cualidad del aparentemente inofensivo cachivache; algo sobre que estaba protegido mediante un encantamiento, ya que había pertenecido al chamán de la tribu asaltada, asimismo un poderoso brujo que obraba la nigromancia alquímica. El cegato dio a conocer a Falcó datos relevantes que solo él, aparte del hechicero, conocía acerca del artilugio. Le explicó que la cachimba era un poderoso talismán, y que quien fumara en ella al menos tres veces al día, gozaría por siempre de buena fortuna. Más el nativo, presintiendo lo que el Chato le tenía reservado y como postrera venganza, se guardó de darle a conocer que de no cumplirse rigurosamente la sencilla posología de usar la pipa un trío de tandas entre el alba y el ocaso, esta dejaría de favorecer a su dueño para por el contrario, maldecirlo con la tragedia.
»Poco después, Falcó mandó descarnar vivo al infeliz para servirlo como cebo a las bestias marinas, pues de poco le servía un esclavo privado de la vista. Más tarde, el malhechor cavilaría que si el nigromante inhalaba con deleite la humareda –que supuestamente le concedía salud y fortuna- malamente iba a tener dispar consecuencia consigo mismo, por lo que ya en la intimidad de su camarote, llenó y encendió la cazoleta. Y esa fue la primera vez de otras muchas.
»Por otro lado, resultó que entre los salvajes retenidos se encontraba la hija del hechicero, una ambiciosa sacerdotisa que decidió aliarse con Falcó iniciándole en la magia oscura, llegando incluso a engendrar descendencia con el pirata.
»Esos fueron en verdad días de cruenta gloria en la leyenda del Chato, ahora trocado en una ralea de demonio debido a la terrible llaga que mostraba siempre abierta en el lugar donde debieran ubicarse sus narices, lo que le daba el aspecto de un difunto andante. Empero lo principal es que el amuleto funcionaba, y el poder de Sebastián Falcó se multiplicó por mil convirtiéndose en el criminal más temido de esta esquina del mapa.
»Tras meditar las consecuencias de mis pesquisas, que ahora no vienen al caso, he llegado a la certeza de que todo esto es verídico, y que el mortal que haga uso de este pipote sin saltarse las reglas ni una sola vez, devendrá altamente favorecido en toda circunstancia, pues tal es su cualidad.—ultimó Gálvez.
—¿Y por qué razón no os lo quedáis para vos? Os miro y me convenzo de que no os vendría mal beneficiaros de sus propiedades.—repliqué.
—Me muero.—respondió mohíno—Un mal insanable se ha instalado en el meollo de mis huesos tan profundamente que toda receta es ineficaz, incluida la magia. Sería un despilfarro llevarme la cachimba al sepulcro, así que la mejor alternativa es cederla a alguien joven y gallardo para que pueda sacarle provecho. Y vos, Juan Delgado, sois el elegido. Vuestra apariencia es asaz semblante a la mía cuando contaba vuestra edad, así que será de tal modo lo más cercano a que yo mismo goce de las ventajas de este don tan asombroso. Que por cierto, llegó hasta mis manos por azar. Sencillamente me encontraba en el lugar correcto en el momento adecuado.
—Ya veo. Mas me pregunto que fue del Chato.
—Hmmm…. Cierta madrugada se apeó de su navío para componer un asunto en la villa de Balzaia cuando un enorme carruaje desbocado le arrolló en plena vía, reduciendo su otrora imponente figura a un andrajo sangrante. Muerto y bien muerto quedó. Vive Dios que no existe bajo el sol hijo de su madre capaz de volver a erguir la cabeza cuando esta ha quedado despachurrada hasta alcanzar apenas el grosor de una tortilla. —aseveró Gálvez con macabra agudeza.
—Pero… ¿acaso no le protegió el fetiche del percance?—pregunté escamado.
—Así hubiese ocurrido, si en lugar de arrojar al ciego por la borda, Falcó le hubiese interrogado, hostigado, torturado… hasta sonsacarle la preciada parte de la información que el maldito se había negado a facilitarle provocando tan desafortunado final... ¡Oh… qué necio fue!—bramó Gálvez.—Pero puede que eso no hubiera sido suficiente. A pesar de que el pirata no se quitaba la cachimba de la boca a menos que se hallara durmiendo y que la fumaba hasta ocho veces a diario, esa jornada la dejó olvidada en su barco. Los negocios que le ocupaban en la villa le demoraron más de lo supuesto y obligado se vio a dilatar su estancia hasta poco pasada la medianoche, que fue el instante en que lo aplastó el carro. Esa jornada sólo había usado la cachimba dos veces… Dos insuficientes veces.
»Pero de eso hace ya cuatro lustros… Olvidaos del Chato, su momento pasó y sin embargo el vuestro se aproxima. Consentid humear esta singular pieza y la fortuna os acompañará hasta que expiréis en hora muy lejana, arrebujado en vuestro propio lecho de sedas—finalizó Gálvez, exhibiendo de nuevo su repulsivo gesto, que comprendí era la sonrisa de alguien que jamás ha sabido sonreír.
A tales alturas, la cuestión comparecía indudable; me encontraba ante un pobre chiflado. Empero, ¿qué podía yo perder en la tentativa, aparte de mis suspicacias?
Finalmente, resuelto y animado en gran parte gracias a la cogorza que no se decidía a abandonarme, me dispuse a cargar la herramienta con las fétidas hojas para prenderla con un fósforo. La hierba ardió alegremente entre chisporroteos, emanando un miasma acre y plomizo humazo que aspiré complacido. A los pocos minutos me invadió el júbilo, para después caer en un sopor manso. Finalmente mi lozano cuerpo devino paralizado alcanzando mi mente un raro estado, entre el abandono y la sensación de abarcar todo conocimiento.
De por medio mis párpados entrecerrados alcancé vislumbrar a Gálvez frente a mí, y en un recodo, una figura agazapada y expectante, que no era otra que la de Fuensanta.
Fue el anciano el que una vez más, habló con su voz arrugada:
—Aquamarina, hija mía… ha llegado el momento. Procede, pues deseoso me hallo de llevar a término este empeño— escuché percatándome de que se dirigía a mi querida ramera con tan exótico nombre que sin duda era el suyo auténtico. A continuación fue a ella a la que pude oír entonando una endiablada salmodia. No por incomprensible menos espeluznante.
—¡Uhluthcrutshapetohtalraaayn! ¡htohtazahtohtos-gooooy! ¡htaruuggin-buhsssssss…!
Súbitamente, me vi inmerso en una espesa nube de tinieblas donde moraban lóbregas siluetas que gritaban. Uniéndome yo a ellas en su estridente coro.
Una sola imagen conservo diáfana antes de que se extinguiese el magro cirio de mi entendimiento; la mestiza Fuensanta, regalándome una risita maligna por encima del hombro de un hombre joven al que parecía estar abrazada, y que se me antojó misteriosamente familiar.
El viejo mendigo puso fin a su relato, y el hombre con sombrero negro partió, no sin antes dejar caer de nuevo algunas monedas.
—Gratitud, mi señor.—murmuró Juan Delgado quitándose los anteojos unidos a una falsa nariz de caucho que cubría el rostro mutilado, para poco después extraer algo del bolsillo de su pelliza; un objeto alargado y mugriento cuyo extremo se llevó hasta los labios ansiosamente por tercera vez esa mañana, por si las moscas. El dolorido esqueleto que ahora le sostenía seguía aguantando, de momento. Lo necesitaba para encontrar a Falcó y a la bruja, ajustar cuentas y cumplir el propósito que lo mantenía vivo: recuperar su cuerpo.
Segundo Premio
Concurso de Relato Corto
Concurso de Relato Corto
José Fernández-Ventura
Latakkia Blues
Concurso de Relato corto José Fernández-Ventura
The smoking piper
Concurso de Relato corto José Fernández-Ventura
The smoking piper
Sentado en la cubierta de popa de un pequeño patrullero guardacostas ruso, observaba
como la espuma que emergía violentamente de las hélices pareciera dirigirse al pequeño puerto
de Bafra, que habíamos dejado atrás en la zona turca de Chipre. Tan solo el capitán, el oficial
de máquinas, dos marineros y un joven guardiamarina me acompañaban en aquél crepúsculo
tornasolado; todos del ejército ruso. Nos dirigíamos al puerto Sirio de Latakkia. En unas tres
horas habríamos arribado manteniendo las máquinas a buen ritmo como ahora. Refrescaba en
aquella tarde/noche de Octubre.
-¿Puedo fumar una pipa? – pregunté en inglés al capitán que permanecía de pie al timón en la cubierta de mando por si pudiera trasgredir alguna norma o siquiera molestar. Asintió con la cabeza mientras se giraba ligeramente hacia mí.
Saqué de la mochila el estuche de pipas que había llevado y elegí la joya de la corona: una billiard Charatan construida por el mismísimo Frederick en 1898, y que yo había heredado de mi abuelo, que la había atesorado y mimado como si la niña de sus ojos hubiera sido. Era una ocasión especial, diría única, pues no en vano empezaba una aventura en la que podría perder incluso la vida. Pero así era yo: audaz en lo querido y cauto en lo desconocido. Con toda la parsimonia habitual, cargué la cazoleta con mi apreciado Frog Morton como si de un ceremonial litúrgico se tratara, y me dispuse a saborear la buena picadura en todo su esplendor, una vez que el fresco ambiente que se respiraba en aquél tranquilo atardecer le realzaba las virtudes al punto sublime.
A través del humo que emergía generosamente de la cachimba para desvanecerse al instante en la brisa marina, reflexioné sobre la auténtica locura que me había empujado hasta allí, haciéndome eco de aquella frase de Albert Einstein: “creo que fumar pipa contribuye a un juicio en cierto modo calmado y objetivo en todos los asuntos humanos”.
Todo había empezado unos meses antes, en un viaje de placer a las Repúblicas Bálticas y San Petersburgo, ocasión aprovechada para dejarme caer también por Copenhague y visitar la Danish Pipe Shop de mi querido y malogrado Stephen (Nielsen), dónde me abastecería de los mejores Blend del momento.
Una vez llegado al aeropuerto San Petersburgo después de recorrer Letonia, Estonia y Lituania, me dirigí en taxi al Belmond Grand Hotel, dónde me había citado con mi viejo amigo Alexandr Sasha Alexandryev, un almirante de la armada rusa con el que había compartido grandes pipadas en mi Mallorca natal, isla a la que le gustaba escaparse siempre que tenía ocasión, y dónde le conocí a la postre. Sasha es un enorme y orondo hombretón, de retorcido y poblado mostacho ya blanco por la edad, exagerado en las formas, los gestos y el habla. Con más de dos metros coronados por una exageradamente ancha gorra de plato y ciento cincuenta kilos refulgiendo dentro de la inmaculada guerrera blanca, se levantó de un sorprendente ágil
-¿Puedo fumar una pipa? – pregunté en inglés al capitán que permanecía de pie al timón en la cubierta de mando por si pudiera trasgredir alguna norma o siquiera molestar. Asintió con la cabeza mientras se giraba ligeramente hacia mí.
Saqué de la mochila el estuche de pipas que había llevado y elegí la joya de la corona: una billiard Charatan construida por el mismísimo Frederick en 1898, y que yo había heredado de mi abuelo, que la había atesorado y mimado como si la niña de sus ojos hubiera sido. Era una ocasión especial, diría única, pues no en vano empezaba una aventura en la que podría perder incluso la vida. Pero así era yo: audaz en lo querido y cauto en lo desconocido. Con toda la parsimonia habitual, cargué la cazoleta con mi apreciado Frog Morton como si de un ceremonial litúrgico se tratara, y me dispuse a saborear la buena picadura en todo su esplendor, una vez que el fresco ambiente que se respiraba en aquél tranquilo atardecer le realzaba las virtudes al punto sublime.
A través del humo que emergía generosamente de la cachimba para desvanecerse al instante en la brisa marina, reflexioné sobre la auténtica locura que me había empujado hasta allí, haciéndome eco de aquella frase de Albert Einstein: “creo que fumar pipa contribuye a un juicio en cierto modo calmado y objetivo en todos los asuntos humanos”.
Todo había empezado unos meses antes, en un viaje de placer a las Repúblicas Bálticas y San Petersburgo, ocasión aprovechada para dejarme caer también por Copenhague y visitar la Danish Pipe Shop de mi querido y malogrado Stephen (Nielsen), dónde me abastecería de los mejores Blend del momento.
Una vez llegado al aeropuerto San Petersburgo después de recorrer Letonia, Estonia y Lituania, me dirigí en taxi al Belmond Grand Hotel, dónde me había citado con mi viejo amigo Alexandr Sasha Alexandryev, un almirante de la armada rusa con el que había compartido grandes pipadas en mi Mallorca natal, isla a la que le gustaba escaparse siempre que tenía ocasión, y dónde le conocí a la postre. Sasha es un enorme y orondo hombretón, de retorcido y poblado mostacho ya blanco por la edad, exagerado en las formas, los gestos y el habla. Con más de dos metros coronados por una exageradamente ancha gorra de plato y ciento cincuenta kilos refulgiendo dentro de la inmaculada guerrera blanca, se levantó de un sorprendente ágil
salto al verme aparecer en el bar del Hotel y se abalanzó sobre mi como un gigantesco oso
Grizzly:
Jo,jo,jo, – gritó abriendo los brazos como un molino de viento antes de hacerme desaparecer dentro de un abrazo peligrosamente cariñoso.- Bienvenue, mon cher Jaume – continuó en un pésimo francés del que le gustaba alardear.
Después de la consabida plática sobre la familia, el tiempo, lo humano y lo divino, y mientras nos despachábamos a buen ritmo una botella de Kardhu, y luego otra, en un reservado del Hotel en el que nos permitían excepcionalmente fumar en pipa, entramos a discutir cual era para cada cual el hijo preferido de la gran madre Virginia. Que si los Periqué, los Izmir, Los Smyrna, los orientales Latakia, los caribeños... los procesados Flake, los Burley, los Balkan y sus diferentes blend, sin olvidarnos de los vaper. Después de larga y ardua discusión, ambos convinimos algo que ya compartíamos de antes: El Balkan Sobraine era la mejor labor jamás hecha y que nunca más podríamos volver a saborear por la lamentable pérdida de uno de sus principales ingredientes: la variedad de planta de tabaco Shekk-el-Bint cultivada en Latakkia, debido a la brutal, obscena e interminable guerra que asolaba esa región Siria. Ninguna de las variedades turcas, chipriotas o libanesas se le podía comparar, a pesar de compartir la etiqueta de “tabacos orientales”. Burdas copias.
Seguramente envalentonado por los vapores alcohólicos del espirituoso Whisky, exclamé:
Jo,jo,jo, – gritó abriendo los brazos como un molino de viento antes de hacerme desaparecer dentro de un abrazo peligrosamente cariñoso.- Bienvenue, mon cher Jaume – continuó en un pésimo francés del que le gustaba alardear.
Después de la consabida plática sobre la familia, el tiempo, lo humano y lo divino, y mientras nos despachábamos a buen ritmo una botella de Kardhu, y luego otra, en un reservado del Hotel en el que nos permitían excepcionalmente fumar en pipa, entramos a discutir cual era para cada cual el hijo preferido de la gran madre Virginia. Que si los Periqué, los Izmir, Los Smyrna, los orientales Latakia, los caribeños... los procesados Flake, los Burley, los Balkan y sus diferentes blend, sin olvidarnos de los vaper. Después de larga y ardua discusión, ambos convinimos algo que ya compartíamos de antes: El Balkan Sobraine era la mejor labor jamás hecha y que nunca más podríamos volver a saborear por la lamentable pérdida de uno de sus principales ingredientes: la variedad de planta de tabaco Shekk-el-Bint cultivada en Latakkia, debido a la brutal, obscena e interminable guerra que asolaba esa región Siria. Ninguna de las variedades turcas, chipriotas o libanesas se le podía comparar, a pesar de compartir la etiqueta de “tabacos orientales”. Burdas copias.
Seguramente envalentonado por los vapores alcohólicos del espirituoso Whisky, exclamé:
-
- Si pudiera y aun hubiera, me iría a Siria y traería algunas plantas para cultivarlas y
ahumarlas al mejor estilo Latakia en mi finca de Campos.
-
- Al igual que el gran Joseph (Stalin), mi buen amigo El Presidient Vladimir (Putin), también
es fumador de pipa y gran amante del Latakkia Sirio – me susurró Sasha como “Secreto
de Estado”. – Sigue recibiendo partidas que cultivan y producen expresamente para él
en algún pequeño lugar secreto cerca del pueblo natal de la familia al-Assad. Puedo
intentar arreglarlo para que puedas conseguir semillas – continuó entre burlesco y
solemne.
-
- No me valen solo las semillas. Necesito una muestra de tierra, conocer el entorno, las
condiciones climáticas y todo eso. Lo que quiero es conseguir plantas y para ello no me
queda otra que ir allí. – mantuve bravucón soltando constantes bocanadas de humo en
un espeso ambiente ya casi irrespirable.
-
- Tovarich ¿Hablas en serio? ¿Tú sabes lo que dices? – contestó Sasha abriendo mucho
los ojos. – Las cosas aún son muy peligriosas y puede ser un suicidio ir allí.
-
- Es igual. Ya me arreglaré. Nada puede asustar a un mallorquín de Sa Rápita, hijo y nieto
de contrabandistas. El peligro ya está escrito en algún gen de nuestro ADN.
-
- Muy bien – zanjó Sasha. – Lo trataré y veremos que puedo conseguir. Te daré aviso.
-
- Y no me llames Tovarich. Ya te he dicho que no soy un camarada comunista.
- Jo, jo, jo – se desternilló Sasha mientras me palmeaba el hombro.
Y allí estaba yo navegando, cuando de pronto escuché al capitán que se dirigía a mí:
La habitación aún mostraba algunas señales del lujo que debió lucir en un pasado no tan
lejano, pero las ventanas estaban selladas y los cristales cubiertos con planchas de madera por la parte exterior. Una luz mortecina lo alumbraba todo, seguramente con energía procedente de baterías alimentadas por algún generador eólico y placas solares. Con los huesos molidos por la travesía y el ánimo vencido por el cansancio, no tardé mucho en quedarme profundamente dormido. El reloj marcaba la una.
-
- Mister, prepárese que estamos llegando. A partir ahora navegaremos sin luces en
silencio absoluto. Toda precaución es poca en zona de guerra – dijo en tono serio.
-
- Pero si no se ven luces ni nada. ¿está seguro que estamos llegando?
-
- La guerra es cruel my firiend. No hay luces porque no hay energía eléctrica- me replicó
ofendido. –Yo nunca me equivoco de rumbo ni de puerto.
Efectivamente, unos minutos después arribábamos al ralentí a una pequeña dársena
pesquera al norte del gran puerto de Latakkia. A la tenue luz de la luna, entre la bruma, pude observar a una figura pequeña y enjuta sobre el espigón, que nos hacía señas.
-
- Mi nombre es Viktor Stepanov, agregado militar de la embajada rusa. He recibido
instrucciones del Almirantazgo de atenderle, protegerle y conducirle a su destino. – me
dijo aquel hombrecillo alargándome la mano cuando salté a tierra. Hablaba un buen
español con marcado acento cubano. Tenía todo el aspecto de un burócrata: pequeño,
calvo y de carnes secas. Rondaría los cincuenta.
-
- Mi nombre en Font. Jaume Font – le contesté con un apretón.
-
- Bienvenido Sr. Font. De momento le acompañaré al Hotel Alfamia, dónde pasará la
noche. Partiremos al amanecer. Ya me encargué de la reserva y de todos los trámites fronterizos. Está todo arreglado. Acompáñeme.
Y me introdujo en el asiento trasero de un Mercedes 190 que nos aguardaba con alguien
sentado al volante. Sin luces y conduciendo muy despacio, en poco más de media hora llegamos a un puesto de control fuertemente armado del ejército sirio que controlaba el único acceso a una pequeña península dónde se adivinaba la enorme mole del Hotel. Viktor enseñó un salvoconducto y tras examinarlo a la luz de una linterna retiraron rápidamente las barreras que nos flanqueaban el paso.
La habitación aún mostraba algunas señales del lujo que debió lucir en un pasado no tan
lejano, pero las ventanas estaban selladas y los cristales cubiertos con planchas de madera por la parte exterior. Una luz mortecina lo alumbraba todo, seguramente con energía procedente de baterías alimentadas por algún generador eólico y placas solares. Con los huesos molidos por la travesía y el ánimo vencido por el cansancio, no tardé mucho en quedarme profundamente dormido. El reloj marcaba la una.
Rayaba el alba cuando salimos de la ciudad de Latakkia a bordo de un viejo Toyota 4x4
en dirección sureste, buscando el pueblo de Al Qardahah, cuna de Hafez el Assad, padre
del actual dictador, por una infame carretera salpicada de baches, cráteres, grietas y
badenes, fruto de incesantes bombardeos. Al volante un enorme “gorila” que respondía al
nombre de Nikolai, cuellicorto, de cabello hirsuto y cabeza pequeña, sorteaba violentamente
los obstáculos dando incesantes bandazos, frenadas y acelerones. Apestaba a vodka a
metros de distancia. Sus ojillos nerviosos parecían decir: - ¡Ojo, peligro! ¡No molestar! En el
asiento del copiloto llevaba un par de Kalashnikov amartillados, algunas granadas de mano
y varias botellas de Vodka de donde se daba buenos tragos cada poco.
- No le sorprenda lo de Nikolai – me advirtió Viktor sentado a mi lado – Es un alcohólico y
no muy listo, pero el mejor seguro de vida en estos caminos y un excelente conductor. Por todos lados pululan grupos de bandidos, mercenarios, rebeldes o desertores que no dudarían en rebanarle el cuello por unos cigarrillos. Si nos encontramos a alguien, no diga ni una palabra y procure tener siempre la espalda cubierta.
Asentí. Encendí una pipa cargada de Early Morning, como cada mañana. Tras un par de horas de trayecto observé que los campos eran de incesantes olivares, dónde escasas oliveras seguían aún en pie pero rotas, semi-cortadas o con las ramas desgajadas.
- ¿Qué hace toda esa gente en los olivares? – pregunté refiriéndome a grupos de mujeres y ancianos que veía de poco en poco cortando olivos con hachas.
- Siria fue un gran productor de aceite de oliva. El quinto del mundo. Casi toda la provincia de Latakkia vivía del aceite - me contestó el hombrecillo. – Desde el inicio de esta maldita guerra, se han abandonado los campos de labor y la gente ahora corta los árboles para obtener leña para cocinar y calentarse, pues no hay ningún otro combustible disponible. Algunos la venden después para comprar comida.
Al poco, abandonamos la carretera principal para tomar un ramal al este, en dirección a las montañas, en peor estado aún que la anterior, si cabe. A ratos no había ni asfalto.
De vez en cuando, hileras de personas andrajosas calzando simples jirones nos hacían señales de súplica desde la cuneta. Ante mi dolor y angustia, Nikolai aceleraba todo lo que podía.
- Son refugiados que vienen de la zona de Alepo la mayoría. Pero muchos pueden ser
rebeldes desertores o bandidos. Hay que andar con cuidado – sentenció Viktor.
La vegetación se hacía cada vez más rala, de matorrales espinosos. Después de bordear un embalse, enveredamos por un sendero de montaña dónde el todoterreno parecía destinado a terminar su vida partiéndose por la mitad el cualquier bache.
Una hora más tarde entramos en un pequeño y fértil valle coronado de altos picos, con una hectárea de plantas de tabaco perfectamente alineadas en su centro. El camino 4 desaparecía abruptamente junto a una mísera casa de madera, flanqueada por un enorme barracón que exhalaba humo por todas las costuras. Junto al mismo, un voluminoso depósito de agua, un vetusto tractor oxidado y un corpulento perro negro atado a él que no paraba de ladrar amenazante. No se veía a nadie en redor.
- No le sorprenda lo de Nikolai – me advirtió Viktor sentado a mi lado – Es un alcohólico y
no muy listo, pero el mejor seguro de vida en estos caminos y un excelente conductor. Por todos lados pululan grupos de bandidos, mercenarios, rebeldes o desertores que no dudarían en rebanarle el cuello por unos cigarrillos. Si nos encontramos a alguien, no diga ni una palabra y procure tener siempre la espalda cubierta.
Asentí. Encendí una pipa cargada de Early Morning, como cada mañana. Tras un par de horas de trayecto observé que los campos eran de incesantes olivares, dónde escasas oliveras seguían aún en pie pero rotas, semi-cortadas o con las ramas desgajadas.
- ¿Qué hace toda esa gente en los olivares? – pregunté refiriéndome a grupos de mujeres y ancianos que veía de poco en poco cortando olivos con hachas.
- Siria fue un gran productor de aceite de oliva. El quinto del mundo. Casi toda la provincia de Latakkia vivía del aceite - me contestó el hombrecillo. – Desde el inicio de esta maldita guerra, se han abandonado los campos de labor y la gente ahora corta los árboles para obtener leña para cocinar y calentarse, pues no hay ningún otro combustible disponible. Algunos la venden después para comprar comida.
Al poco, abandonamos la carretera principal para tomar un ramal al este, en dirección a las montañas, en peor estado aún que la anterior, si cabe. A ratos no había ni asfalto.
De vez en cuando, hileras de personas andrajosas calzando simples jirones nos hacían señales de súplica desde la cuneta. Ante mi dolor y angustia, Nikolai aceleraba todo lo que podía.
- Son refugiados que vienen de la zona de Alepo la mayoría. Pero muchos pueden ser
rebeldes desertores o bandidos. Hay que andar con cuidado – sentenció Viktor.
La vegetación se hacía cada vez más rala, de matorrales espinosos. Después de bordear un embalse, enveredamos por un sendero de montaña dónde el todoterreno parecía destinado a terminar su vida partiéndose por la mitad el cualquier bache.
Una hora más tarde entramos en un pequeño y fértil valle coronado de altos picos, con una hectárea de plantas de tabaco perfectamente alineadas en su centro. El camino 4 desaparecía abruptamente junto a una mísera casa de madera, flanqueada por un enorme barracón que exhalaba humo por todas las costuras. Junto al mismo, un voluminoso depósito de agua, un vetusto tractor oxidado y un corpulento perro negro atado a él que no paraba de ladrar amenazante. No se veía a nadie en redor.
- ¡Ahmad! – gritó Viktor en el idioma local. – ¡Sal! ¡No temas! ¡Soy Viktor Stepanov!
De entre unos arbustos emergió un anciano gualdrapero, encorvado y de tez oscura muy
quemada por el sol. Portaba una escopeta de dos cañones y me miraba hosco.
De entre unos arbustos emergió un anciano gualdrapero, encorvado y de tez oscura muy
quemada por el sol. Portaba una escopeta de dos cañones y me miraba hosco.
-
- ¿Es este el de las plantas que me dijo Vladimir? – gruñó Ahmad. -Están aquí. Ya las
puede coger y largarse. Y esta bolsa de semillas. No me gustan los extraños – zanjó
alargándome un semillero con una cincuentena de plantones de media cuarta y una
bolsita de plástico con semillas que extrajo de un viejo armario.
-
- Perdónele por ser huraño y desconfiado, pero también es muy buena persona. Vive solo
y desde que empezó la guerra le asaltan frecuentemente para robarle.
-
- Pregúntale si sigue ahumando las hojas con madera de roble y si me deja echar un
vistazo al ahumadero – le pedí a mi acompañante asintiendo. - También me gustaría
coger una muestra de tierra del cultivo.
-
- Dice que ni él ni nadie de esta región ha usado nunca madera de roble. Siempre han
usado Arce sirio, Tamarisco y Espino blanco a partes iguales, bajo hierbas de la zona. Le da mucho mejor sabor al tabaco que el roble. Además son más baratos. - me tradujo Viktor. - Puede usted coger tierra si lo desea, pero no entrar en el cobertizo. Está sellado porque vienen bandidos a menudo y está harto de destrozos.
Caminé unos metros hasta el cultivo y clavé en la húmeda tierra un tubo de aluminio de medio metro con tapones por ambos extremos que saqué de mi mochila. Después acomodé los plantones en cajas de metacrilato que llevaba especialmente para protegerlos en mi vuelta, las volví a meter en la mochila y me despedí de Ahmad con una inclinación de cabeza a modo de agradecimiento. Le ofrecí un puñado de dólares, que cogió sin rechistar.
Nikolai ya nos esperaba con el motor en marcha y Viktor sentado en el asiento. Tomé algunas notas de altitud, temperatura y humedad ambiente y me acomodé a la vera de Viktor.
-
- Hay que tener gran amor por esa afición suya para jugarse la vida de esta manera. -
sentenció Viktor con ademán de asombro y gran respeto.
-
- Solo un verdadero fumador de pipa podría entenderlo – le contesté solemne.
Y emprendimos el viaje de vuelta cuando el sol empezaba a caer.
Había logrado mi objetivo. Ya tenía mis queridas plantas conmigo. Ahora solo faltaba volver
a casa sano y salvo, aunque a buen seguro no sería fácil. Pero eso es harina para otro costal.
Tercer Premio
Concurso de Relato Corto
Concurso de Relato Corto
José Fernández-Ventura
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